Concilio de Nicea: 1700 años después

Carlos F Fábregas

Hace 1700 años, en el año 325 d.C., se celebró en la ciudad de Nicea (actual İznik, provincia de Bursa, Turquía) el primer concilio ecuménico de la Iglesia cristiana, un evento trascendental que marcó un hito en la historia del cristianismo. Convocado por el emperador Constantino I, este concilio, que tuvo lugar entre el 20 de mayo y el 19 de junio, sentó las bases doctrinales de la fe cristiana y resolvió controversias teológicas fundamentales, especialmente en torno a la naturaleza de Jesucristo y su relación con Dios Padre. Su resultado más emblemático fue la formulación del Credo Niceno, un pilar de la ortodoxia cristiana que permanece vigente en la actualidad.

CONTEXTO HISTÓRICO

Tras la legalización del cristianismo mediante el Edicto de Milán en 313 d.C., promulgado por Constantino I junto con su co-emperador Licinio, la Iglesia cristiana dejó de ser una secta perseguida para convertirse en una religión con estatus legal en el Imperio Romano. Este edicto no estableció el cristianismo como religión oficial, pero permitió su libre práctica, marcando el inicio de una nueva era para los cristianos. Los motivos de Constantino para apoyar el cristianismo son objeto de debate entre los historiadores, pero algunas de las razones pudieron ser, conveniencia política, influencia de su madre que era una cristiana devota, el aumento de cristianos en el imperio y por último una experiencia personal de una visión en la Batalla del Puente Milvio (312 d.C.) pudo haber reforzado su inclinación hacia el cristianismo.

Tras consolidar su poder al derrotar a Licinio en 324 d.C. y convertirse en el único emperador, Constantino intensificó su apoyo a la Iglesia, otorgando privilegios al clero, financiando la construcción de templos y participando activamente en asuntos eclesiásticos. Su objetivo era claro: garantizar la unidad del Imperio Romano, lo que requería una Iglesia cohesionada, libre de disputas teológicas y disciplinarias. Para ello, convocó el Concilio de Nicea a través del obispo Osio de Córdoba, representante del papa Silvestre I, quien, debido a su avanzada edad, no asistió personalmente.

EL CONCILIO DE NICEA: DESARROLLO Y DECISIONES

La Iglesia del siglo IV no era un cuerpo monolítico. Aunque emergía de la clandestinidad, estaba marcada por tensiones internas, disputas disciplinarias y profundas controversias teológicas. La más significativa fue la controversia arriana, originada en Alejandría, un centro intelectual y teológico clave del cristianismo primitivo. El presbítero Arrio sostenía que Jesucristo no era eterno como Dios Padre, sino una criatura creada “de la nada” antes del mundo, lo que lo subordinaba a Dios Padre. Esta doctrina, conocida como arrianismo, generó un conflicto que amenazaba la unidad de la Iglesia, al cuestionar la plena divinidad de Jesucristo.

Por otro lado, el obispo Alejandro de Alejandría, apoyado por Atanasio (quien sería su sucesor), defendía la enseñanza tradicional de que Jesucristo es consustancial a Dios Padre, es decir, de la misma esencia divina y eternamente existente. Esta postura ortodoxa enfatizaba la igualdad entre el Dios Padre y Jesucristo, un principio fundamental para la doctrina trinitaria.

El Concilio de Nicea reunió entre 250 y 318 obispos de diversas regiones del Imperio Romano, principalmente de Oriente, aunque también asistieron representantes de Occidente. Tras intensos debates, el concilio promulgó las siguientes decisiones:

1. El Credo Niceno

El principal logro del concilio fue la formulación del Credo Niceno, una declaración de fe que reafirmó la divinidad de Jesucristo como “Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, consustancial al Padre”. El término griego homoousios (“de la misma esencia”) fue central para contrarrestar el arrianismo, estableciendo que Jesucristo comparte la misma naturaleza divina que Dios Padre, aunque son personas distintas. Este credo sentó las bases de la doctrina trinitaria y fue ampliado en el Concilio de Constantinopla (381 d.C.), dando lugar al Credo Niceno-Constantinopolitano, que se recita en las liturgias cristianas hasta hoy.

2. Condena del Arrianismo

El concilio condenó el arrianismo como herejía. Arrio y sus seguidores fueron excomulgados y exiliados, y sus escritos fueron declarados heréticos y quemados. Sin embargo, el arrianismo no desapareció de inmediato. Tras la muerte de Constantino en 337 d.C., la doctrina resurgió bajo el emperador Constancio II, quien favoreció a los arrianos, mientras que su hermano Constante I apoyaba la ortodoxia nicena. Esta división generó conflictos teológicos y políticos que persistieron hasta el Concilio de Constantinopla, donde el arrianismo fue definitivamente condenado.

3. Unificación de la Fecha de la Pascua

El concilio buscó estandarizar la celebración de la Pascua, la fiesta más importante del cristianismo, también conocida como Pascua de Resurrección, que se celebra el domingo siguiente a la primera luna llena tras el equinoccio de primavera (ciclo lunar). Esta decisión desvinculó la Pascua del calendario judío, promoviendo una mayor uniformidad litúrgica, aunque no eliminó todas las discrepancias entre las comunidades cristianas.

4. Cánones Eclesiásticos

El concilio promulgó 20 cánones que regularon la disciplina y organización de la Iglesia.

EL LEGADO DEL CONCILIO DE NICEA

El Concilio de Nicea dejó un legado profundo y multifacético en los ámbitos teológico, litúrgico, disciplinario y político.

La formulación del Credo Niceno y el uso del término homoousios, termino griego “de la misma sustancia”, “de la misma esencia”, establecieron la doctrina trinitaria como pilar de la fe cristiana, definiendo la relación entre Dios Padre y Jesucristo. Aunque el Espíritu Santo no fue el foco principal en Nicea, su divinidad quedó implícita en el credo original, donde se le menciona simplemente como “el Espíritu Santo”. La teología del Espíritu Santo se desarrolló más explícitamente en el Concilio de Constantinopla (381 d.C.), influido por los Padres Capadocios, que añadieron al Credo Niceno-Constantinopolitano: “Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria”. Esta declaración consolidó la divinidad del Espíritu Santo y su igualdad con Dios Padre y Jesucristo.

La unificación de la fecha de la Pascua promovió una mayor cohesión en las prácticas cristianas, aunque algunas diferencias persisten hasta hoy.

Los cánones eclesiásticos regularon la vida interna de la Iglesia, sentando las bases para su estructura jerárquica y organizativa.

La intervención de Constantino marcó el inicio de una relación compleja entre la Iglesia y el Estado, consolidando el cristianismo como una fuerza unificadora en el Imperio Romano, pero también generando tensiones por la influencia secular en asuntos eclesiásticos.

A pesar de la condena del arrianismo, su influencia perduró durante siglos, especialmente entre los pueblos germánicos. La reafirmación de la ortodoxia nicena en el Concilio de Constantinopla fue necesaria para consolidar el legado de Nicea.

LA CUESTIÓN DEL ESPÍRITU SANTO Y EL FILIOQUE

En el Concilio de Constantinopla, se consolidó la doctrina del Espíritu Santo, afirmando su divinidad y consustancialidad con Dios Padre y Jesucristo. Sin embargo, la controversia sobre la procesión del Espíritu Santo surgió más tarde, contribuyendo al Cisma de Oriente (1054 d.C.). La Iglesia Occidental añadió el término Filioque (“y del Hijo”) al Credo Niceno-Constantinopolitano en el III Concilio de Toledo (589 d.C.), indicando que el Espíritu Santo “procede del Padre y del Hijo”. La Iglesia Ortodoxa, en cambio, mantuvo que el Espíritu procede únicamente del Padre, conforme al credo original.

El Cisma de 1054 no solo se debió al Filioque, sino también a diferencias sobre la primacía papal. La Iglesia Católica Romana afirmaba la autoridad suprema del Papa sobre todas las iglesias, mientras que la Iglesia Ortodoxa defendía un modelo de autoridad colegial entre los patriarcas.

CONCLUSIÓN

El Concilio de Nicea, celebrado hace 1700 años, no solo resolvió la controversia arriana, sino que transformó el cristianismo de una fe perseguida a una religión estructurada y unificada, con un impacto duradero en la historia de la humanidad. El Credo Niceno, recitado por millones de cristianos, sigue siendo un símbolo de unidad dentro de la diversidad de las iglesias cristianas. La estandarización de la Pascua y los cánones eclesiásticos fortalecieron la cohesión litúrgica y organizativa, mientras que la relación entre Constantino y el cristianismo marcó un punto de inflexión en la integración de la fe en la esfera pública.

En la fe cristiana, la Trinidad es el misterio central, afirmando que hay un solo Dios en tres Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo, iguales en sustancia, pero distintas en su relación. En la tradición ortodoxa, el Espíritu Santo procede únicamente del Padre, mientras que en la tradición católica procede del Padre y del Hijo (Filioque). En ambas, el Espíritu Santo es el medio por el cual Dios Padre y Jesucristo se comunican con los seres humanos, a través de las Escrituras, la oración, los sacramentos y los dones espirituales.

En 2025, la conmemoración de los 1700 años del Concilio de Nicea ha renovado el interés en su legado. Iglesias, instituciones, universidades han organizado congresos y exposiciones para reflexionar sobre su impacto. Asimismo, el Patriarca Bartolomé I, líder de la Iglesia Ortodoxa y Patriarca Ecuménico de Constantinopla, ha promovido el diálogo interreligioso y la cooperación entre las ramas del cristianismo desde su nombramiento en 1991.

El Patriarca invitó al Papa Francisco a Turquía para conmemorar el aniversario, pero, debido a problemas de salud y después a su fallecimiento, en su lugar, el nuevo Papa León XIV ha confirmado su visita en este mes de mayo del 2025. Este encuentro busca no solo recordar el concilio, sino también fortalecer los lazos entre la Iglesia Católica Romana y la Iglesia Ortodoxa, discutiendo la posibilidad de unificar la fecha de la Pascua, un paso significativo para el diálogo ecuménico.

La Iglesia Ortodoxa, aunque comparte raíces con la Iglesia Católica, se separó en el Cisma de 1054 debido a diferencias doctrinales y de autoridad. Actualmente, está organizada en iglesias autocéfalas, cada una con su propio patriarca, pero unidas en doctrina y sacramentos, manteniendo una rica tradición litúrgica y teológica fundamentada en los primeros siglos del cristianismo.

 

 

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